miércoles, mayo 17, 2006

La patología del gusto producida por el lenguaje común, o lo bello como dogma


Muchas veces termina uno por toparse con personajes de una estirpe tan pintoresca, y tan particular, que cometen la torpeza de abrogarse un conocimiento universal y absoluto acerca de lo que es el buen gusto. Aunque la mayoría de las veces uno no les ha preguntado nada ni les ha pedido explicación alguna, ellos mismos abren con presteza sus grandes fauces y además, para colmo de males, se explayan incansablemente -con muecas y manerismos que parecen robados de una novela de Wilde- acerca de lo que consideran que es el buen vestir, el buen comer, la buena conversación, el buen desenvolvimiento en sociedad. Fijan atentamente su mirada en la propia para forzar al inocente interlocutor a bajar la guardia y a observarles en conjunto, a condenarles en la absurda negación por el deseo de su histeria. Como un equipo estéreo de alta fidelidad, reproducen sin consideración ni piedad una inútil pretensión de anular en ellos mismos a los demás en su propia versión contrabandeada y pirateada de lo bueno y de lo estético.
Algunos, sin pereza de asumir una posición más perspicaz, se formulan ciertas preguntas, todas ellas relacionadas con la posibilidad de afirmar con certeza la existencia de lo bello "a priori". En algunos casos la pregunta descrita se relaciona con temas tales como el sectarismo o la provincialidad, que en este terreno constituyen el defecto capital a la hora de realizar cualquier juicio estético. Otra avenida de respuesta atribuye el problema, no sin cierta ligereza, a un narcisismo exacerbado y a un afán de protagonismo del que -como ya hemos visto- han hecho agosto los 'realities' y las revistas del corazón, mientras el espectador desprevenido reclama la preponderancia del efecto sobre el motivo, es decir, el placer/displacer producido por tal o cual objeto, sabor o comportamiento. Y bien, ¿a), b), c), o todas las anteriores?
Al parecer, la cuestión de fondo es si el gusto es o no refinable, o lo que es lo mismo: si existirían determinados parámetros de acuerdo con los cuales la consideración respecto de conceptos tales como "lo bello" o, incluso, "lo bueno", serían universalizables, a pesar de la sospecha de que no es más que un "valor" impuesto. De que siempre se exige más de lo que se puede dar, o mejor, de verse obligado a lidiar, con manifiesta mediocridad, con tendenciosas exigencias que detrás de un color o un ingrediente esconden el constreñimiento a un estilo de vida. ¿O acaso qué crees que estás comprando cuando entras a Cartier? ¿O qué piensas cuando les anuncias modestamente a tus cófrades que te vas a aventurar al exterior para 'lavar' tus estudios superiores de tercer mundo, para decantar tus malhabidas costumbres pueblerinas y para conocer gente que viva a la altura de tus nuevas expectativas?
Y sin más, no es posible dejar de encararse con lo inevitable. Abandonar el esbozo de personalidad y el tímido proyecto de autodeterminación, acabar de una vez por todas por someterse a aquello tan aparente, y así atribuirse vanidosamente el pretendido status de "civilizado", obligándose a sí mismo a creer que la imagen y el discurso son garantía. Digno de aplauso este gran salto, pero no por ello menos tonto: librarse de las supersticiones propias de los bárbaros para hacerse a otras más delicadas. ¡Qué magnífica forma de disimular la pobreza del espíritu! La connatural -e inconmesurable- capacidad de contaminación por la comparación simplemente debe reducirse a eso que te es más dable manejar, a eso que tú mismo terminas por engullirte, ansiosamente, como un borracho engulle un bocadillo, a una suposición que se estructura frágil en los límites de las caprichosas voluntades ajenas.
Hasta que un día se siente el hastío, y se es presa de una inabordable vacuidad. El exceso de ornamentos (figuras literarias, expresiones rebuscadas, etc.) resulta entonces un defecto de las obras, pues, primando las minucias sobre la totalidad, el espectador debe fijarse en tantos y pequeños elementos que pierde la visión unitaria de aquellas (¡También nuestros discursos fatigan por el exceso de adorno!). La adecuada proporción de la simplicidad y el refinamiento se hacen indispensables para que la mente se desplace con la fuerza suave de la imaginación. La afección tiene que ser placentera, y el llamado "buen estilo", oscilar entre la semejanza y la novedad. La belleza tiene que producir placer. ¿Por qué desligarla entonces del espectador? (v.gr. Piénsese en la 'pala' de Duchamp) ¿Por qué perder relación directa con el espectador y con el artista, limitando, como en el arte, la obra a conversar con todas las anteriores a ella (Que, por supuesto, ¡no pueden responder!), o lo que es peor, ¿qué es lo que significa la pérdida (actual) de los nombres de los cuadros? "El juicio final" vs. "Variación 14", por ejemplo; en el primer caso, la referencia me guía de cierto modo a lo que el artista quiere que yo vea, en el segundo, no existo. La decisión: ¿Arte autoreferencial o estética objetiva? Y la pregunta obligada: ¿Es la belleza una propiedad de los objetos?, o de otro modo, ¿está lo bello allá afuera?
Tuyos siempre,
(13+24) + (10+5)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

nuevamente invocando fantasmas. Por qué perpetrar nuestros crímenes siempre sobre el mismo muerto?. No es hora ya de buscar un nuevo argumento, como para no vivir más eruptando recuerdos de mal sabor y críticas de mal olor?. Si sus amigos son todos unos artistas es seguramente porque SU medio es el arte. No es acaso peor el que sin "ser" se mueve "entre"?(siendo el medio aún peor que los individuos que contiene).

Tal vez lo que se pretenda lavar es el cansancio de la carne de tercer mundo, una vida hecha solo de segundos efectos, y compromisos de primera necesidad.
Entonces por qué no pensar que tal vez quien se despide lo hace a cuatro vientos porque invita a seguirle. Ciertamente en el viaje al adiós no hay diferencia alguna que podamos mirar por la ventana o no. lo que dejamos muere un segundo después de que damos la espalda. Por favor, que muertas se queden, no es hora ya de constatar si el fierro clavó muy dentro o si se incorporó al cuerpo de la victima, es hora ya de irse del lugar de los hechos.

Anónimo dijo...

anomimo perdido está y todos saben quién es.

Anónimo dijo...

eso era obvio, para qué traerlo a cuenta?

Anónimo dijo...

otro crimen pasional!